EL
PRESIDENCIALISMO
(Rafael Grooscors Caballero)
El muy juicioso escritor mexicano,
Enrique Krauze, crítico actualizado sin dependencia ideológica, analizó la más
vieja y prolongada de las revoluciones de Iberoamérica: la Revolución Mexicana,
de 1910, e introdujo en el debate
político del país frontera con el desarrollo, la discusión acerca de la manera
cómo en América interpretamos nuestra independencia del imperio español,
siguiendo el curso cultural de la organización política dominante en la
Metrópoli colonial. Es el análisis del “presidencialismo”, contenido en el
libro “El Presidente Imperial”. Desde luego, el pensamiento de Krauze se ubica,
estrictamente, en el siglo XX mexicano y profundiza en el fenómeno político que
liberó a México de la dictadura de “Don Porfirio” (el general Porfirio Díaz,
sucesor de Benito Juárez, quien prolongó su caprichoso mandato más allá del
siglo anterior, durante 28 años) acción que impuso una primera democracia
incompleta, bajo el tutelaje providencial de un microempresario, prestado a la
política, Francisco I. Madero, célebre por su slogan: “sufragio efectivo; no
reelección” y quien fue el primer presidente de la Revolución
Mexicana.
Krauze nos invita, a quienes, por lo
menos, somos curiosos de la historia, a considerar, al día de hoy, las ventajas
y desventajas del sistema presidencialista, el cual, prácticamente, nació con
la Constitución de los Estados Unidos de América, en 1787, diez años después de
iniciada su independencia del Reino Unido de Gran Bretaña, donde siempre
prevaleció, más bien, el régimen parlamentario, otorgando al rey la misión de
ser jefe del Estado, pero designando, como jefe de Gobierno, a un primer Ministro,
como administrador nacional de los bienes y asuntos del país, en representación
de la voluntad soberana condensada en los parlamentarios, hoy ungidos por el voto
popular. La diferencia entre USA y los países iberoamericanos, quienes
asumieron, presurosos, al independizarse, el modelo presidencialista, estriba
en una cuestión más bien de índole moral y cultural que propiamente política,
dado que nosotros, los iberoamericanos, probablemente por hablar y sentir en el
idioma y la conducta clásica de los españoles, hicimos del presidente un pseudo
monarca absoluto, dando al Poder Ejecutivo una autoridad que en muchos casos
dio al traste con las facultades del legislativo, siempre el mejor
representante de la voluntad popular.
En Venezuela, específicamente, el presidente
siempre ha sido, aún en los regímenes democráticos, el centro de todo el Poder
de la Nación. Escogido por las circunstancias o electos por el pueblo, la
mayoría de los presidentes que registra nuestra historia, han tendido a ser
autócratas, caudillos absolutos, generalmente recordados por la violencia de
sus abusos. Comenzando por el general José Antonio Páez, saltando hacia “los
Monagas” (José Tadeo, José Gregorio y José Ruperto), continuando con Guzmán
Blanco, hasta llegar, en pleno Siglo XX, a la dictadura sanguinaria de Juan
Vicente Gómez, nuestros presidentes fueron todo lo contrario de lo que a su vez
fueron, en USA, George Washington, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln. En los
últimos tiempos, pese a ya conocer los perfiles de la democracia moderna,
tuvimos que padecer el despotismo del general Marcos Pérez Jiménez y la
perversa astucia del teniente coronel Hugo Chávez, caso único de artero
embaucador popular.
A pesar de su definida cualidad
democrática, no podemos dejar de entender que, así mismo, Rómulo Betancourt,
Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, dieron igualmente demostraciones de
autocrático absolutismo, cuando, en el ejercicio de sus funciones
presidenciales, desbordaron por completo los límites de su génesis política, actuando
más de una vez al margen de la voluntad de sus electores. Y aun cuando siempre
entendimos las razones que los obligaron a ser un tanto arbitrarios, no dejamos
de considerar que sus acciones pudieron haber sido mejor consensuadas y
democráticas, si hubiesen sido más bien representantes de un parlamento,
expresión contundente de lo que en realidad significa la soberanía popular,
fundamento de la democracia.
Los parlamentos recogen, en su seno,
la variedad de la opinión nacional, en cuanto sus integrantes son escogidos por
las diferentes comunidades de una misma Nación, muchas de ellas con intereses y
necesidades diferentes y prioritarias sobre lo que llamamos el interés común de
la soberanía. Son la mejor y más calificada expresión de la voluntad popular.
Todas las ideas y propuestas son allí suficientemente debatidas y sus
decisiones finales, por supuesto, siempre están enriquecidas de la mayor
legitimidad posible.
El presidencialismo no ha sido
afortunado con Venezuela. Lo ha llevado a horas de indescriptible tormento,
fundamentalmente por la incapacidad de los titulares de la presidencia,
ejecutivos del presidencialismo. El momento actual es típico. Una crisis de
insondable profundidad, generada por dos presidentes “presidencialistas” en la era
de los más altos precios históricos de nuestro máximo producto de exportación,
el petróleo. Dilapidaron, sin control, una cuantiosísima fortuna y en nombre
del “pueblo”, acabaron con el país. Y lo hicieron, abiertamente, sin tapujos.
Se reservaron para sí el equivalente al 50% de los ingresos petroleros, dándole
al menguado parlamento comprometido con el Ejecutivo, el oro restante para la
confección de los inconsecuentes presupuestos nacionales.
Independientemente de que ya se están
dando las condiciones para salir de esta embarazosa y absurda situación
gubernamental, no queremos dejar de llamar la atención sobre el peligro
intrínseco del presidencialismo, si otro presidente “presidencialista” es quien
sustituya al presente. Y llamamos la atención a los Estados, a sus factores de
Poder, a sus dirigentes políticos, a sus estudiantes y trabajadores
organizados, a sus mujeres y a sus hombres jefes de familia, para que piensen
en una solución diferente al registro histórico gubernamental en Venezuela.
Para que piensen en un “parlamentarismo”, en una Democracia Parlamentaria,
donde la clave de su constitución sea la plena autonomía política y fiscal de
sus comunidades regionales, para que se acabe el “reino de los abusos”, ubicado
en un solo espacio comprimido de su vasta geografía y el país entero, por el
esfuerzo de cada grupo circunscrito en cada Estado, le entre de lleno al
desarrollo y dejemos atrás el espectro de la pobreza, probablemente más
generado por nuestro equivocado modelo de gobierno, presidencialista,
centrista, autoritario y déspota, que por las carencia atribuibles a la nobleza
de nuestro pueblo.